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Diario YA


 

lo que Roma propuso a nuestros lejanos ascendientes, y, siglos más tarde, otros españoles hicieron con los pueblos americanos

HISPANIZAR

MANUEL PARRA CELAYA. Varias veces he visitado las venerables ruinas de la ciudad romana de Cáparra, en Cáceres, y la última revistió especial emoción al pasar bajo el arco cuadrifonte al amanecer, en el transcurso de la Ruta de la Plata, junto a mi esposa y a un peregrino brasileño al que traté de contagiar de mis sensaciones, y creo que lo conseguí, por cierto.
    Cuando asistí a la proyección de la película Gradiator en la primera ocasión (pues, en contra de mi costumbre, repetí), no pude dejar de relacionar aquel paisaje cacereño con el hábitat del personaje central, Máximo, y de su familia asesinada en la ficción por el tirano Cómodo; me dio en la nariz que, acaso, Ridley Scott, el director, o Russell Crowe, el actor, se habrían dado previamente una vuelta por Cáparra como inspiración para crear el imbatible militar y luego gladiador apodado hispano, como este apodo parecía garantizar. Ya sé que no fue así al parecer y el rodaje transcurrió en otros escenarios, pero prefiero seguir con mi fantasía, obediente a mi condición orsiana de ciudadano de Roma.
    Esta condición se basa en que, efectivamente, España debe su fundación histórica a la Romanización, que no fue un equivalente a conquista o colonización, pues, de la mano de Ortega y Gasset, sabemos que “la historia de toda nación es un vasto sistema de integración”, en la que “la fuerza tiene un carácter adjetivo”, mientras que lo sustantivo es “un proyecto sugestivo de vida en común”. Eso fue lo que Roma propuso a nuestros lejanos ascendientes, y, siglos más tarde, otros españoles hicieron con los pueblos americanos; no es extraño, por lo tanto, que, de forma erudita, sagaz y exacta, podamos nosotros utilizar el concepto de hispanización con todo derecho.
    Hasta aquí, todo se refiere al pasado, claro está, pero considero que la tarea de hispanizar es perentoriamente actual, y aprovecho para empalmar con mi último artículo publicado en el que no dudaba en tratar de compatriotas a todos los hispanoamericanos, ya residentes en América, ya en nuestra Piel de Toro; con ellos nos unen, no solo la sangre, la lengua o la fe religiosa, sino la historia viva, al haber formado parte de un atrayente proyecto de vida en común, que -dicho sea de paso- se encargaron de romper los anglosajones.  Y un servidor no deja de aspirar a que todos volvamos a formar parte de otro proyecto, al estar integrados en la misma Ecúmene, al decir del filósofo Alberto Buela.
    Hispanizar no es, en modo alguno, sinónimo de españolear, tópico de origen folclórico que alude a esa interpretación falsa y gruesa, que confunde lo español y, por derivación, lo hispano con un patrioterismo de charanga y pandereta y se limita a una reducción simplista de una cultura para consumo turístico; un símbolo de ese término viene a ser la ópera “Carmen”, topizaco francés por más señas o Los cuentos de la Alhambra, de manufactura yanqui.
    Hispanizar es antónimo de globalizar, pues la consideración del mundo como universo debe dejar paso, en buena lógica, a considerarlo como pluriverso, y esa Globalización actual no es más que la forma postmoderna de neocolonialismo, con la diferencia de que la metrópoli no tiene sede geográfica estricta y definida; mucho de eso ya saben mis compatriotas de América desde las llamadas guerras de emancipación,  por las que quedaron sometidos  a esa férula anglosajona a la que he aludido; y, qué les voy a decir, nosotros mismos, los del lado de acá del Océano…
    Hispanizar resulta, así, paralelo a aquella romanización, que hizo que surgieran escritores, filósofos, soldados y hasta un par de emperadores romanos, que, como es lógico, no pueden ser denominados legítimamente como españoles, pero sí como hispanos, como el personaje ficticio de la película.  La Hispanización dio lugar a que, por ejemplo, existiera un Inca Garcilaso de la Vega, la Malinche o Sor Juana Inés de la Cruz; claro que también se dieron casos de tránsfugas, traidores y mentecatos en las dos orillas, y que, actualmente, algunos de ellos tengan asentadas sus posaderas en sillones presidenciales.
    La tarea de hispanizar nos corresponde ahora a todos, descontando, como digo, a los políticos de aquí y de allá; es misión del hombre de la calle, de usted y de mí, una vez hayamos despertado del mal sueño globalizador; se trata del abrazo al compatriota, independientemente de sus rasgos faciales, del color de su piel o de su acento. Por ello, también hispanizar es antónimo riguroso de cualquier forma de nacionalismo, pues se fundamenta en aquella interpretación cristiana y española del mundo y de la historia, creadora del Mestizaje.
    No se trata la hispanización de un objetivo que requiera decretos o leyes en el BOE, pues no consiste en obligar, sino en convencer, y para ello es imprescindible el concurso de uno de los mayores déficits de este momento: la educación; y no me refiero solo a la que se imparte en las aulas, sino a un tipo de educación universal, ciudadana y cívica; debe sustentarse en el conocimiento histórico real, en la argumentación frente a los desatinos supremacistas, en ilustrar a todos de su papel en la historia y de las inmensas posibilidades de un futuro.
    A esta tarea están llamados todos los pueblos de España y de América, sin concesión alguna a los separatismos de acá y a los indigenismos artificiosos de allá; es una tarea que contribuiría a esa deseable armonía de la Creación.
    Digamos para acabar que, para caer en la cuenta de qué se trata la misión de hispanizar, hay que ser conscientes de aquella otra, previa en la historia, que se llamó romanizar; por ello, volviendo al principio, sigo recomendando a todos los lectores que se den un paseo por Cáparra, aunque sea, como en mi caso, para evocar al cinematográfico Máximo, que hace honor a su apelativo de hispano.
                                                               
 

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